Algo pasa en la sociedad española en los últimos tiempos, algo de una gravedad inimaginable que corroe la salud moral de los ciudadanos y deteriora peligrosamente la convivencia. Algo que confunde y descoloca a los que siempre hemos creído que la educación y el progreso tenían sólo una dirección y era hacia la mejora de las condiciones de vida y la tolerancia de todos, basada en el respeto, la libertad y la igualdad. Pero resulta que no, que recaemos en la intransigencia, el odio y la discriminación del otro, del que no piensa como uno, no guarda nuestras creencias y no comparte nuestras costumbres. Asistimos, boquiabiertos y avergonzados, a una regresión moral de la convivencia en la sociedad española que se expresa en ese repunte del odio político y esos insultos y agresiones que saltan por cualquier motivo, a veces de carácter banal, o careciendo de él.
En estos tiempos convulsos, raro es el día, por ejemplo, en
que no se produce una agresión, física o verbal, a un profesional sanitario en
los ambulatorios u hospitales de nuestro país por parte de un usuario
disconforme con el procedimiento de atención o el trato dispensado y el
tratamiento terapéutico prescrito en consulta. Tales energúmenos con derecho a
seguridad social se comportan como si los recursos sanitarios fueran de su
exclusividad y los criterios médicos tuviesen que atenerse a sus exigencias o
expectativas. Y cuando no es así, reaccionan violentamente, se saltan las
normas y faltan el respeto o agreden injustamente al personal médico o
sanitario que tienen por delante. Ni la educación obligatoria que se supone han
recibido, ni el civismo de la comunidad en la que están integrados, ni los
progresos materiales o las comodidades de que disfrutan, comparadas con las de
épocas pasadas, parecen haber ejercido ningún efecto en sus conductas
primarias, egoístas e intolerantes. Rezuman rechazo a la sociedad por su
situación personal, en algunos casos, o por mera inadaptación a las normas
cívicas de convivencia, en muchos otros.
Pero no son sólo los que se comportan con amargura y
resentimiento social los causantes de esa regresión moral que detectamos en
nuestra convivencia, sino también los ciudadanos de cualquier condición y
formación que se aprovechan precisamente de su posición para dar muestras de
homofobia, misoginia, racismo, xenofobia, aporofobia, hispanofobia o cualesquiera intolerancias racial, cultural,
religiosa o económica que pensábamos, si no extinguidas, sí al menos reducidas a
la minoría marginal de los fanáticos. Se trata de actitudes poco éticas que
proliferan en la confrontación política, fundamentalmente. Y tiñen ese debate
de odio y maledicencia, seguramente por carecer de argumentos y propuestas con
las que rebatir al adversario. O, simplemente, por intencionado ejercicio de
manipulación de la opinión pública mediante el espectáculo de la grosería, las
descalificaciones, los insultos y las mentiras, a modo de esa posverdad ahora
inherente a la dialéctica política. Resulta una conducta inimaginable en
personas con niveles culturales, educativos y económicos que deberían estar
inmunizados para no caer en ella, para no ofrecer comportamientos chabacanos y
tabernarios. Sin embargo, los vemos participar voluntariamente, en la
actualidad, en el repunte del odio político y la degradación moral que nuestra
sociedad exhibe en los últimos años, potenciados al fragor de la diatriba
independentista en Cataluña.
Personajes públicos o de la esfera privada que no se
resisten a proferir graves insultos y descalificaciones contra dirigentes contrarios
a su ideología o tendencia política, sin pararse en mostrar el debido respeto
personal hacia el adversario en la lid electoral. Ofrecen un espectáculo
bochornoso. Así, todo un catedrático de la Universidad de
Barcelona no tiene reparos en publicar mensajes homofóbicos y chabacanos en su
red social contra el candidato socialista de aquella comunidad en el marco de
la actual campaña electoral, sin siquiera competir con él como candidato.
Simplemente, lanza su exabrupto barriobajero por desfogue de la violencia que
su educación universitaria y científica no ha podido contener por más tiempo. Más
aún: a la joven candidata de Ciudadanos le llueven las amenazas, los insultos y
hasta los atentados (lanzan una cabeza ensangrentada de cordero a una mesa de
su formación), más por ser mujer –y guapa- que por ser adversaria política con
posibilidades de arrebatar el triunfo electoral a los independentistas. Una
violencia de estilo mafioso, la más de las veces anónima, que no hace ascos al
insulto y la grosería misógina, como la que exhibió un actor catalán en un ripioso
tuit, en el que la llamó “mala puta”.
Pero más grave todavía, y demostrativo de hasta dónde puede
conducir la bajeza moral y la violencia instalada en la convivencia social, es
el apuñalamiento mortal que recibió una persona en Zaragoza, de manos de un
conocido “okupa” antisistema, por vestir unos tirantes con los colores de la
bandera de España. Le atacó por la espalda y le pateó la cabeza cuando ya
estaba moribundo en el suelo. No era la primera agresión que cometía este
individuo disgustado con el sistema político y económico en el que vive y al
que cuestiona con los argumentos de la afrenta física, las pintadas, los
insultos y el ejercicio de la violencia. Ya había dejado tetrapléjica a otra
persona en 2006. Su ideología, al parecer, es la ley del más fuerte y descarado,
armado con un cuchillo o un palo, tanto para ocupar una vivienda que no es de
su propiedad como para enfrentarse a un adversario de sus ideas. De su boca no salen
razones, sino amenazas e insultos que con temperamento patibulario pueden
desembocar en el asesinato, como ha sido el caso.
Lo triste de todo ello, además de preocupante, es que muchos
pensábamos que, con la llegada de la democracia y el progreso material y moral
que proporcionaría, las conductas intolerantes, los arrebatos sectarios, los
actos y las descalificaciones machistas, homófonas e intolerantes serían
superados como cosas del pasado, resabios de un ambiente dictatorial,
paternalista y falto de educación, algo totalmente trasnochado. Sin embargo, el
tenue avance en nuestra convivencia cívica parece haberse detenido para dar lugar
a una regresión moral que contamina nuestros comportamientos y actitudes. Tan
endeble parece haber sido aquel civismo individual y colectivo que, bien por la
irrupción de la crisis económica y las apreturas que ha traído, bien por la
impunidad que nos brinda el uso de las nuevas tecnologías de la comunicación,
permitiéndonos cualquier comentario gratuito desde el anonimato, pronto lo hemos
desechado para recuperar la vieja esencia cainita del enfrentamiento visceral,
la proliferación de odio y hasta la violencia física más descarnada e
irracional. Hemos olvidado enseguida los avances éticos de la convivencia, basados
en el respeto al otro, la libertad del otro y la igualdad de todos en
tolerancia y paz. Estamos permitiendo que una regresión moral se instale en
nuestra sociedad para que nos convierta en energúmenos en vez de ciudadanos
miembros de una sociedad en la que todos somos iguales en derechos, también en
deberes, gracias a la democracia y la libertad que nos hemos dado. Y no distintos
por el uso de la fuerza y la violencia con las que algunos pretenden
comportarse para imponer su santa y cavernícola voluntad. ¡Cuánta falta hace aquella
imprescindible educación para la ciudadanía!
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