Algo hacemos mal si no somos capaces de ponernos de acuerdo
en un asunto tan crucial para todos. Porque la educación no es un servicio
público más del Estado de Bienestar que puede ver aumentar o disminuir su dotación
presupuestaria según las circunstancias económicas o las conveniencias
contables del momento. La instrucción pública es una estrategia pedagógica sostenida
que dota de conocimientos a las nuevas generaciones para afrontar, individual y
colectivamente, los desafíos que plantea un entorno competitivo como el que
vivimos. Se trata de un proyecto permanente de futuro y, como escribe el
periodista Ignacio Camacho en su columna de ABC, “de evolución y de progreso”. Por
tal motivo, la política educativa no puede ser algo coyuntural ni sectario,
sino un asunto estructural que debe mantenerse al margen de los vaivenes ideológicos
de los partidos que se alternan en el poder. Es, por ello, inconcebible que
cada vez que cambie el gobierno de turno se modifique la ley educativa para
adaptarla al ideario e intereses del recién llegado al Gobierno. Sin embargo,
eso es exactamente lo que ha acontecido con la política educativa de España
desde que vivimos en democracia: se han elaborado leyes que han ocasionado que
el sistema educativo español sea errabundo, con bandazos adoctrinadores, inútil
en sus objetivos y frustrante para alumnos, padres y profesores.
Como hijo de profesor y padre de profesora, me interesa la
problemática educativa del país en que vivo, no sólo por esa herencia que a
través de mí se proyecta hacia al futuro, sino también por mi condición particular
de haber impartido numerosas charlas en institutos y, fundamentalmente, como
abuelo preocupado por el porvenir de sus nietos. Aun careciendo de tales ligazones,
sería conveniente mayor interés e inquietud ciudadana por las dificultades
educativas que afectan a nuestros hijos y determinan el modelo de sociedad, la
capacidad de desarrollo y de progreso a que aspiramos como país. La educación
no es, en ningún caso, un asunto baladí y no debería estar enfocado exclusivamente
a satisfacer los requerimientos laborales del mercado. Va más allá de todo eso al
representar la inversión de futuro de la nación y ser la única herramienta eficaz
que posibilita el progreso a través del conocimiento.
Se trata, por tanto, de un asunto de Estado y como tal ha de
abordarse, obviando actitudes dogmáticas e intereses particulares (religiosos,
mercantiles, etc.), con el fin de alcanzar ese gran pacto nacional que
convierta la educación en la puerta de acceso al futuro prometedor que todos
merecemos en España. Desde la LGE
del tardofranquismo hasta la
LOMCE , pasando por la LOGSE , la
LOE y demás experimentos legislativos, no hemos conseguido más
que aburrir al profesorado y desmotivarlo en el ejercicio de una profesión que
tiene mucho de vocación y exige una gran dedicación para insuflar en los
alumnos la avidez por la sabiduría. Leyes que los alumnos han soportado como
víctimas que pagan con deficiencias formativas y frustraciones vitales cada
cambio curricular, cada ratio
diferente, cada nuevo modelo de evaluación, cada disminución de ayudas y becas
y, en definitiva, cada obstrucción a su derecho a la educación. Y un malestar
creciente en padres que asisten alarmados a la imposibilidad de ofrecer a sus
hijos, gracias a la educación, un futuro mejor que el que ellos han tenido ni
mayores posibilidades de progreso por causa de unos estudios que la sociedad no
valora como es debido, hasta el extremo de que una gran parte de la generación
mejor formada no vivirá mejor que la de sus padres con peor formación. Y todo
ello es debido a un sistema educativo errabundo y sin definición a largo plazo
como proyecto cultural ambicioso y estratégico para el país.
Un país que parece preferir apostar por los servicios antes
que por la investigación, por el ladrillo y el turismo antes que la innovación
y por amoldarse al exabrupto de Unamuno de “inventen ellos” que nos habría
mantenido en una economía primaria, basada en los primeros sectores de la
producción, y nos imposibilitaría el acceso al conocimiento que de verdad
transforma el mundo: la investigación, la innovación, el desarrollo y la
información. Si la educación no persigue la transformación de las condiciones
que lastran nuestro futuro es que no es una verdadera educación, sino un remedo
para ofrecer mano de obra barata al mercado. Y ello es, justamente, lo que pone
en evidencia el Informe PISA: España
no cree necesaria una verdadera educación y se conforma con un sistema
educativo errabundo.
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