Los congresos de las formaciones políticas se celebran para insuflarse ánimos y cargar pilas de cara a próximos retos. Raro es el cónclave que sirve para resolver los problemas que aquejan a la colectividad a la que dicen servir estos grupos con pretensión redentora. Antes bien, las respuestas sobrevienen por la evolución de los acontecimientos sociales e históricos, no por iniciativa partidista. Claro ejemplo de ello es la reinstauración de la democracia en España. Ningún partido político puede colgarse la medalla de conseguir para los españoles el modelo de convivencia más aceptado –y menos malo- por los seres humanos para hacer valer y respetar la pluralidad existente en cualquier sociedad, sin dejarse llevar por el sectarismo o la intransigencia más cainita. Todos los agentes políticos, tras la extinción de la dictadura por muerte natural, se adhirieron a la democracia cuando ella ya estaba instalada en el sentir de la gente, que la exigía clamorosamente, incluso jugándose el pellejo.
El Partido Popular acaba de celebrar tres días de debate, el pasado fin de semana, en la ciudad castellana de Valladolid, donde se han congregado todos los dirigentes de la derecha gobernante -desde el presidente del Gobierno hasta concejales municipales-, en una especie de sesión de autoayuda de la que salen mentalizados en poder ganar las próximas elecciones y convencidos de que
El momento elegido para la Convención Nacional
como los temas abordados en la misma demuestran el carácter terapéutico, casi
taumatúrgico, de tales reuniones. En esta ocasión, el partido de Mariano Rajoy
lo hace cuando más cuestionado está, tanto por los votantes como por una
parte llamativa de sus personalidades más señeras. Es en estos momentos de
“peligrosa” debilidad cuando se han de aplicar terapias que infundan ánimo y
aglutinen a los “agentes” de la marca, los representantes que han de recabar
la confianza de los gobernados. Es, además, la ocasión para expiar los
“pecados” que los casos Gürtel y Bárcenas, entre otros, han revelado al escaparate de la opinión pública. Y sobre todo, es el pistoletazo de salida
para afrontar con renovados ímpetus nuevos
retos electorales, empezando por el de mayo próximo –elecciones europeas- y el
del año que viene –autonómicas-. El momento, por tanto, no ha podido ser más
oportuno para una convención de estas características, tan engendradora de
ánimo e ilusión.
Pero, por el mismo motivo, los asuntos a tratar no pueden
generar discusiones ni enfrentamientos, sino apelar al sentimiento de “piña” y
unidad de todos y a las bondades de lo realizado. Por tal razón, los temas que
motivan el cuándo quedan convenientemente relegados del qué, no pasan a formar
parte del debate y las ponencias. Con una escenografía “colegial”, los
encargados áulicos de cada “disciplina” gubernamental, sentados informalmente
en taburetes y rodeados por un “alumnado” de congresistas, van impartiendo “lecciones
magistrales” sobre la eficacia de lo realizado y el éxito de lo conseguido, sin
ninguna sombra de la más mínima crítica ni el contraste con otras opciones
también posibles. Allí se va a lo que se va, a reconocerse lo buenos que son
todos. Hasta Alberto Ruiz-Gallardón, el ministro de Justicia que ha provocado
la regresión más traumática en los derechos de la mujer con su reforma de la
ley del aborto -hasta el punto de resucitar las viejas manifestaciones en
Europa a favor de la libertad en España, como en los tiempos de Franco-, ha
obviado la controversia no sin antes intentar justificarse en los pasillos,
alardeando del respaldo de Rajoy a su reforma y de resistir a insultos y gritos.
Fue un comentario defensivo, no un debate de ideas en torno a un problema creado
por el ministro, no surgido en la sociedad, donde las personas se rigen de acuerdo
a sus creencias, sin imposiciones ni dogmas, como pretende el autor de la
reforma del aborto.
Tampoco se citan a José María Aznar ni a Jaime Mayor Oreja,
expresidente de Gobierno y exministro de Interior que entablaron negociaciones
con ETA y trasladaron presos al País Vasco, pero ahora se muestran inflexibles
hasta con sus propios compañeros ideológicos y deciden no acudir a la convención
de su formación política. Allá ellos, parecen decir los reunidos en
Valladolid, con tal de que nada les amargue la sesión de autobombo y autoestima.
Y eso que hay un nuevo partido, a la derecha del Partido Popular, con los
disconformes con que el Gobierno se atenga al cumplimiento de las leyes, derogue la retroactividad de la doctrina Parot y excarcele a terroristas tras cumplir condena.
Allí no se habla de la reforma sanitaria que privatiza
hospitales, ni de la educativa que recupera la asignatura de religión, recorta
becas (en cuantía y duración) y blinda a los colegios que segregan, ni de la
laboral que desprotege a los trabajadores y crea trabajo precario, ni de las
pensiones que pierden poder adquisitivo, ni de la financiera que rescató a los
bancos y no a la población, ni de la dependencia que se abandona sin recursos,
ni del Estado de bienestar que se deja famélico, ni de nada que pueda preocupar
a los ciudadanos.
Una convención nacional se organiza para congregar un
auditorio de fieles que aplaude al líder que posibilita la dedicación política
de todos mientras detenta el Poder y la gloria, pero ni un minuto más, y
recuperar fuerzas para mantenerse en la poltrona. Ninguna conclusión sustancial
brota de estos encuentros, ninguna iniciativa transformadora de la sociedad,
ninguna respuesta a las demandas de los ciudadanos, ninguna solución a los
problemas de la gente, salvo generalidades inconcretas a horizontes benéficos,
promesas que siempre se aplazan al futuro y cantos a la bondad de las medidas
adoptadas y la entrega incondicional de quienes las impulsan.
Tan vacío es el contenido de estas reuniones que lo único
que recordarán los españoles de la Convención Nacional
del PP es que el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, mandó a callar al líder
de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba. ¿Y para eso tanta fanfarria?
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