La crisis nos ha servido para despojarnos de la venda que
nos impedía apreciar la verdadera esencia de la realidad en la que estamos
insertos. De súbito, descubrimos que el mundo que habitamos es un zoco donde
todo tiene un precio y en el que la felicidad, como el bienestar o la salud y demás
bienes o servicios, es sólo un producto mercantil sometido a cotización entre
la oferta y la demanda, que por lo que se ve encarece la deuda acumulada de la
sociedad en su conjunto, en beneficio de los acreedores que financian nuestro
nivel de vida.
Dispuestos a trapichear en esa economía de mercado, nos amoldamos
con sorprendente facilidad a que la riqueza y el consumo fueran los signos externos
de nuestra prosperidad y los mejores marcadores públicos de lo que creímos eran
el éxito y la libertad. Inducidos por una publicidad embaucadora, nos dedicamos
en cuerpo y alma a dar satisfacción a las múltiples tentaciones que despertaban
nuestros deseos, convencidos de que todo estaba permitido, hasta incluso vender
la intimidad en cualquier espectáculo de televisión, con tal de alcanzar esa
capacidad ilimitada de consumo, sin importar que los valores del mercado nos
convirtieran en trabajadores-consumistas.
Trabajábamos para consumir sirviendo a un mercado que gracias
al consumo ofrece miajas de trabajo, quedándose con el grueso de los
beneficios. Una vida circunscrita al consumo hacía nacer un hedonismo que sólo procura
satisfacer sus deseos con cada adquisición compulsiva de la última novedad o
del artículo que la mercadotecnia hiciera sentir como necesario. Lo relevante
era consumir para estar a la altura de las circunstancias, y en función de ese
objetivo se proyectaba la vida personal. Mejor trabajar cuanto antes que
estudiar si ello posibilitaba el engranaje en esa dinámica consumista, sin pérdida
de tiempo. La única vocación consentida era la de ganar dinero y demostrar que
el éxito y la libertad habían sido conquistados por un nuevo trabajador-consumista.
Eso no era vivir por encima de las posibilidades, sino vivir de espaldas a la
realidad para ubicarnos en una fantasía espectacular
que nos ofrecía sucedáneo de felicidad. En palabras de Vaneigen, un “falso paraíso
plagado de mercancías” que sustituía al mundo real.
Esa fantasía tan maravillosa se llama sociedad de consumo,
espejismo engendrado útilmente para sus propósitos lucrativos por la economía libre
de mercado. En tal sociedad, cualquier producto del hombre es susceptible de
ser valorado en términos mercantiles, pues el culto grosero al dinero califica
toda obra humana. El arte, la cultura, el ocio, los bienes y servicios, etc.,
cualquier actividad servía de mercancía, conformando nichos de negocio
sumamente rentables a la iniciativa privada en un mercado desregulado que sólo
beneficia a una minoría que los explota y que tiende a la concentración de sus fuerzas
e intereses.
Nos habíamos olvidado de los propósitos sociales. Perdimos interés
por las necesidades comunes en beneficio de las preferencias particulares y la
satisfacción individual. Nos volvimos egoístas que sólo se acuerdan del Estado
y de los servicios públicos cuando quedamos abandonados en las cunetas de un
mercado nada dispuesto a socorrernos. Adorábamos la libertad hedoísta, la que amparaba el hedonismo
egoísta en que nos habíamos convertido hasta que una crisis del sistema nos
quitó la venda de los ojos. Entonces descubrimos que necesitábamos servicios
que sólo eran posibles si los costeamos entre todos puesto que el mercado sólo
proporciona aquellos que son rentables. Pero lo descubrimos demasiado tarde,
cuando los acreedores exigen la devolución de las inversiones con que
financiaron nuestros sueños de felicidad. Actúan conformes a su lógica
mercantil, con la que previamente han contaminado toda nuestra actividad y
manera de pensar. Por eso asumimos, angustiados, la deuda. Ahora toca pagarla.
Para ello nos meten miedo. Nos advierten de la miseria que
nos aguarda si no satisfacemos la deuda, si no atendemos sus demandas. Especulan
con nuestra economía para encarecer su financiación hasta niveles insoportables
y nos obligan a despojarnos de los restos
raquíticos de un Estado del Bienestar que todavía podía ayudar a los más
necesitados. Nos amenazan cada semana con nuevos rescates y más duros ajustes,
y sofocan cualquier protesta con la debida contundencia bruta de una policía a
la que incitan los que debían controlarla. Nos apremian a que sacrifiquemos
derechos y libertades en aras de una “seguridad” quimérica que reemplazará Estado
por mercado. Pero cuando se complete esta transformación, dejaremos de ser
ciudadanos soberanos de un Estado para ser clientes de un mercado global que
impone sus normas y sus leyes, en el que la política no tendrá cabida más que
para defender los intereses de los patronos y solventar sus inversiones
fallidas. Tal vez entonces, cuando ninguna revolución sea posible, nos daremos
cuenta que el hedoísmo sólo ha
servido para instalarnos en una sociedad injusta, gobernada sólo por la economía,
donde el hombre ha dejado de ser la medida de todas las cosas para ser
reemplazado por el dinero.
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