sábado, 26 de noviembre de 2011
Desvelado
Hay noches en que me despierto de madrugada. Doy vueltas en la cama pero no consigo retomar el sueño. Aguzo el oído y el silencio lo envuelve todo, salvo el chirriar continuo de mis acúfenos. Es tan temprano que ni los vehículos circulan por la calle. Las penumbras transportan el crujir remoto de algún mueble o el roce de una rama del jardin que delata el paso de un gato al acecho. Entonces me levanto en medio de la oscuridad y me encierro en el despacho donde trasteo con el ordenador. Son horas quietas en las que reina una soledad penetrada por la tenue luz de una lamparilla y el reflejo azul de la pantalla fúlgida. Miro correos que no llegan y releo páginas ya vistas. Al final abro una página en blanco en la que intento garabatear algunas frases sin sentido que la mayoría de las veces termino borrando. El rectángulo blanco sigue aguardando, perfectamente pulcro, que lo rellene con el fruto de cualquier pensamiento que me ronda por la cabeza. Divagar es entretenido pero ofrece pocos resultados provechosos para la creación. Posas la mirada sobre las sombras de los objetos que te rodean y al cabo de una hora, con suerte, logras escribir un párrafo que te mantiene en dudas durante otro lapso de tiempo indefinido. Si la inspiración te acompaña, surge el bosquejo de una idea, el comienzo de un camino desconocido o el borde del precipicio por donde se estrella el inútil empeño de lo fatuo y lo artístico. El amanecer te recuerda que, por mucho que lo intentes, lo mejor es volver a la cama. Las musas no han querido madrugar y te han dejado solo en medio de la noche. A veces vuelvo a dormir o me echo una manta por encima para leer en el salón alguno de los libros que tengo pendientes. Indefectible emerge el recuerdo del café y la lectura ha de relegarse hasta que una taza recién hecha no calme el deseo. El aroma atrae al resto de la familia que comienza a levantarse y el día inaugura otra jornada en que toda actividad es prioritaria a mi intención de escribir. Otra vez será.
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