Se agota noviembre y me invade una sensación de alivio, una
extraña satisfacción por dejar atrás un sendero inhóspito. Siempre me ha
parecido un mes anodino y sin relieve, que nace dando culto a los santos y los
muertos (¿será lo mismo?) y termina con el relevo al último mes del año. Pero
más que por él en sí, mi desánimo proviene de las circunstancias que han
confluido en este dichoso mes, tan desagradable. Aparte de las lluvias y el
frío, noviembre se ha acompañado, exacerbándolos, de la amargura de los
desahuciados, la angustia de los parados, el desconsuelo de los funcionarios y
la pena de los sacrificados en nombre de la economía y el mercado. Se ha teñido
de un gris mugriento que es la tonalidad anímica de los que se sienten
aplastados y vilipendiados por una política que atiende antes a los intereses
del capital que al de las personas, aunque se esgrima que ello obedece a la
prosperidad y el bienestar de todos. Grandes palabras que camuflan enormes
mentiras. Salir del negro pozo de noviembre es, al menos, no hundirse en él,
escapar de su espanto para respirar un soplo de esperanza, atisbar el leve
resplandor que ilumina alguna escapatoria y olvidar tanta tristeza. De ahí ese
alivio que me invade al agotar este mes. ¡Aleluya!
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