lunes, 12 de octubre de 2020

La era Trump

Si la (buena) suerte fue el factor determinante que favoreció a Donald Trump ganar las elecciones en 2016, parece ser que la (mala) fortuna será también la que determinará su previsible derrota el próximo mes de noviembre. La ventura mediático-populista de hace cuatro años, ayudada por hackers soviéticos, posibilitó un triunfo que nadie preveía, pero será el azar pandémico, que no ha sabido gestionar ni enfermando él mismo, lo que previsiblemente decantará su derrota tras su primer y, con suerte, único mandato. La era Trump, por tanto, puede considerarse enmarcada más por golpes de suerte que por acontecimientos razonables. Tanto su elección, con menos votos pero más compromisarios, como la legislatura que ha protagonizado -improvisada, errática y impulsiva- descansan en ese populismo conservador, supremacista y nacionalista que emana de la propia personalidad del mandatario: un ser ególatra, mentiroso, racista, tramposo, narcisista, machista, mediocre intelectualmente y egoísta, al que sólo le importa él mismo y poder triunfar a cualquier precio. Si otra carambola de la suerte no desbarata las previsiones, la era Trump representará sólo un breve paréntesis que pasará con más pena que gloria a la historia, y que nadie querrá recordar, salvo los descerebrados filofascistas de extrema derecha.

El legado del ínclito Donald Trump consistirá, sobre todo, en la negación y el repliegue, lo que le ha permitido aparentar estar siempre en permanente ofensiva contra todo y contra todos, aliados incluidos, por supuestamente devolver a América su grandeza y esplendor, al parecer perdidos por sus predecesores, en especial por Barack Obama, su bestia negra, al que tiene especial antipatía. Su objetivo ha sido auspiciar una reacción a las “esencias” y valores ultranacionalistas que consideraba abandonados por culpa del consenso, la multilateralidad, la globalización y la relación ecuánime con el resto del mundo. Pero, también, por esa especie de complejo de inferioridad que hace que el reconocimiento de derechos a las minorías y la igualdad a las mujeres sean percibidos como una cesión vergonzosa que debilita y vuelve vulnerables a esos supremacistas blancos y protestantes en los que se apoya y representa Trump, hasta el extremo de “comprender” su violencia y ampararla para que se mantengan atentos en caso de una derrota electoral. Nunca antes ningún presidente había amenazado con amparar la violencia en caso de un resultado electoral adverso. A Trump, en cambio, se le tolera cualquier boutade.

No hay duda que Donald Trump, además de cuestionado presidente, es un político (lo que es mucho suponer) receloso de la democracia, con tendencias autoritarias y carente de escrúpulos para manipular y debilitar las instituciones del sistema democrático, del que se vale y abusa para lograr sus particulares intereses. No le importa sembrar la desconfianza en el Servicio Postal, el recuento de votos, el Tribunal Supremo (si no impone una mayoría afín), el Ejército (a cuyos reservistas tacha de cobardes), las manifestaciones públicas (socialistas radicales), el Partido Demócrata (antipatriota) y cualquier cosa (país, persona, institución, empresa, etc.) que le contradiga o le lleve la contraria.

La crispación y división social que Trump ha provocado en EE UU puede degenerar en un serio peligro para la convivencia de consecuencias incalculables. Su apelación a los Proud Boys, supremacistas blancos armados, si no gana las elecciones, es tan temeraria como preocupante en un país con más armas que habitantes, tanto que muchos temen sangrientos enfrentamientos entre civiles. En opinión de Ramón Lobo en Infolibre, ni siquiera una guerra civil se podría descartar. Y todo ello como consecuencia del ambiente de fractura social que el propio Donald Trump se ha encargado de potenciar.

Y es que Trump no sólo ha negado derechos asistenciales a una parte de la población, al revocar las prestaciones sanitarias que el Obamacare ofrecía a los más desfavorecidos, sino que ha querido expulsar a los hijos de inmigrantes irregulares criados, educados y sin otra nacionalidad que la norteamericana. Su afán negacionista de cualquier realidad compleja, como es la cohesión social, no sólo es sectario, sino patológico.

Donald Trump lo niega todo. Se niega aceptar el cambio climático y, por ello, sacó a EE UU del Acuerdo de París sobre el clima y se niega a seguir sus recomendaciones para la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Niega también la multilateralidad comercial, por lo que rompió los acuerdos de cooperación económica suscritos con países en crecimiento de la región del Asia-Pacífico, cuyo objetivo era contrarrestar la emergencia político-económica de China. También invalidó el Acuerdo de Libre Comercio con México y Canadá para reemplazarlo por otro que, en teoría, otorgaría mayor “protección” a los trabajadores de EE UU, cosa que está por ver.

Su negativa a todo lo que considera una desventaja para EE UU le llevó a romper hasta acuerdos estratégicos de Defensa, como cuando decidió la retirada del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio. La ruptura de ese tratado, que contribuyó a poner fin a la guerra fría, aboca a su país a una nueva carrera armamentística con Rusia, con la que establecía aquel tratado. Poco después, se desmarcó del acuerdo nuclear con Irán, avalado por Rusia y la Unión Europea, e impuso sanciones a Teherán con el pretexto de que los persas orientaban su programa hacia fines militares, con el propósito de dotarse de la bomba atómica. De nada valió que Irán asegurase que su programa nuclear perseguía fines pacíficos (energía eléctrica) ni que permitiera que el Organismo Internacional de Energía Nuclear controlase el desarrollo del programa. Trump esgrimió, incluso, que Irán no había firmado el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, un tratado que ninguno de los nueve países que disponen de la bomba atómica han suscrito, incluido EE UU y, por cierto, Israel, que jamás ha reconocido que la posee, sin que ello le procure castigo alguno.

Es tal la obsesión de Trump por negar cualquier cosa y replegarse al aislacionismo y la política unilateral que ha conducido a Estados Unidos a retirarse de la Unesco, el organismo de la ONU para la Educación, la Ciencia y la Cultura, alegando su presunta inclinación antiisraelí. Blandiendo la misma escusa, abandonó también el Consejo de Derechos Humanos de la ONU por cuestionar la actuación de Israel con los palestinos. Como no se quedó satisfecho, también cortó la aportación de EE UU a la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos, una aportación que ya había rebajado anteriormente, en claro apoyo incondicional al Gobierno sionista en su conflicto con la Autoridad Palestina. Trump secunda cualquier iniciativa, por ilegal que sea, de Israel. De hecho, trasladó la embajada norteamericana desde Tel Aviv a Jerusalén, cuando el Gobierno hebrero decidió unilateralmente declarar esa ciudad capital del Estado judío, contraviniendo consensos internacionales que le otorgaban un estatus especial como sede de las tres religiones monoteístas abrahámicas. De igual modo, secundó la integración definitiva a Israel del territorio ocupado de los Altos de Golán, pertenecientes a Siria. La parcialidad que muestra Donald Trump en el conflicto que enfrenta a palestinos e israelíes es descarada, negando cualquier validez a las razones y demandas, aunque sean históricas y justas, de Palestina. Participa incondicionalmente de la versión hebrea.  

Pero la gran obsesión de Donald Trump, con la que consigue atraerse el voto de quienes la perciben como una amenaza, es la migración. No sólo le niega ningún beneficio, sino que la considera causa de todos los problemas que aquejan a la sociedad estadounidense. No se cansa recriminar a los inmigrantes de ser criminales, violadores o parásitos “que vienen a robarnos puestos de trabajo” (¿les suena la retahíla?), cuando en realidad son fuente de mano de obra barata que se encarga de los trabajos más bajos que los naturales no quieren hacer. Después de inocular el miedo al inmigrante, prometió construir un muro a lo largo de la frontera con México para impermeabilizarla, sin que en cuatro años haya podido levantarlo. Decreta vetos a la entrada de viajeros en función de su procedencia de determinados países islámicos. Y como demostración de su “comprensión” del fenómeno de la migración, abandonó el Pacto Mundial de la ONU sobre Migración y Refugiados, actitud que imitaron otros países gobernados por populistas de extrema derecha, como Hungría, Austria, Israel o República Checa. Se nota, con ello, que Trump y sus adláteres no son partidarios de la multiculturalidad y la diversidad racial, como los nazis.

El legado de Donald Trump, aparte de la negación, consiste también en el repliegue hacia el aislacionismo y el proteccionismo. Además de las rupturas e incumplimientos de los acuerdos señalados, EE UU, bajo la presidencia del actual mandatario, han seguido con obcecación una política basada en la “doctrina del abandono”, como ya es conocida por muchos analistas. Cada vez que, en el complejo campo de las relaciones internacionales, percibe que los intereses de EE UU no prevalecen, Trump no vacila en amenazar, y materializar la amenaza si no lo consigue, con su salida del foro en cuestión. Es, justamente, lo que pasó cuando anunció su salida de la Organización Mundial de la Salud (OMS) porque no se alineaba con sus acusaciones contra China, a la que señalaba por “crear” y “propagar” el coronavirus de la Covid-19 -el “virus chino”, como lo llama- causante de la pandemia que asola al planeta. Y por no advertir con más antelación de su gravedad e importancia. Que los pasos de la ciencia sean más lentos y seguros que los que convienen a la política, no entra en la mollera de un presidente que actúa de forma propagandística y simplista.  

Con esa misma excusa, Trump también anunció que abandonaría la Organización Mundial de Comercio (OMC) si esa especie de tribunal internacional de apelación no favorece con sus dictámenes los intereses comerciales de USA en los conflictos que provoca con otras economías. Las ayudas estatales que reciben tanto Boeing como Airbus, consideradas ambas contrarias a la libre competencia, son el motivo de la controversia con la OMC. Esa doctrina del abandono la utiliza incluso para presionar a los “aliados”, amenazando con salirse de la OTAN (Tratado del Atlántico Norte), si los Estados miembros no aumentan considerablemente su contribución económica con el organismo militar. Y, así, podríamos seguir con otros ejemplos.

Pero es algo que no esperaba lo que hará que abandone la Casa Blanca. Una imprevisible y enorme crisis sanitaria, que ha afectado a la mayoría de los países del mundo cual fichas de dominó, es la que ha apagado la “estrella” de Donald Trump, mostrándonos un monarca desnudo, incapaz de gestionar un problema real que castiga inmisericorde a sus compatriotas, causando más de 200.000 muertos y millones de contagios. Como dice The New England Journal of Medicine, la principal revista médica de EE UU, la pandemia ha sido un test para medir a los líderes de EE UU, demostrando que no están capacitados. “Recibieron una crisis y la convirtieron en una tragedia”, concluye la revista, cuestionado la gestión de Donald Trump. Y esta mala suerte al final de su mandato probablemente sea la que lo mande a seguir haciendo trampas con sus particulares negocios inmobiliarios, pero lejos de los intereses generales de la ciudadanía. Todo es cuestión de suerte. ¡Ojalá!  

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