Un vaho denso que se agita sobre la faz de los recuerdos es lo que impide al niño redimir los momentos inaugurales de su vida. Entre las vaharadas inquietas se descubren de vez en cuando personajes y situaciones que dejan entrever lo que el olvido protege celosamente. En la mayoría de las ocasiones, son corazonadas y estremecimientos que la misma bruma parece provocar, como calambrazos que sacuden al niño, relampagazos súbitos que iluminan por un instante lo que el presentimiento parece adivinar tras las bocanadas. Así se conservan aquellos años entre los pliegues laberínticos de la memoria. De pronto, el niño cree recordar que iba al colegio que estaba enfrente de la casa de los abuelos. Lo intuye porque tiene la sensación de haber saltado por sus tapias, de correr por el amplio descampado de su patio trasero y haber cantado en sus aulas una cancioncita que todavía tararea, incompleta, y que le enseñaron para aprender el abedecedario en inglés: <<ei bi ci di i ef yi… dabliu ei guayan zi>>. Recuerda las escalinatas que daban acceso a la entrada del recinto, que nacían en el recodo del final de la cuesta que subía desde la plaza, en donde se sentaba a mirar la calle, hacia la plaza, y a hablar con los compañeros de conversaciones y rostros que imagina porque la niebla los mantiene borrosos en lo ignoto. De allí, con sólo cruzar la calle, solía salir corriendo para subir al balcón de la abuela y contemplar desde lo alto el sitio que acababa de abandonar con sus amigos. Ve la muralla que rodea al colegio y los tejados de las casas que descienden hacia el río. Ve su pueblo.
Más que imágenes son sensaciones que por su placidez revelan su verosimilitud, sueños que dejan un rastro de pequeñas teselas reales con las que la memoria construye el mosaico de lo olvidado. El niño siente que aprendió en ese colegio la salmodia pedagógica del inglés porque aún la canta. Y al hacerlo emergen fogonazos de una clase de ese colegio en la que él entona la melodía. Es el mismo colegio que más adelante le hará recordar pasajes violentos y desagradables que, al contrario de los demás, no logra olvidar. Todo convive desordenado tras las cortinas de la niebla que el niño va descorriendo en busca de aquellos años. Los de los días claros y azules que ensanchan los horizontes de la infancia. Días que amplían las horas y conceden experiencias nuevas. Como las primeras calificaciones del curso, puntuadas con letras en vez de con números, y la detección de las dificultades para la lectura. Tal vez sea ese el motivo de los primeros viajes a la capital, viajes a través de una carretera sinuosa que siempre provocaba vómitos y que los padres recorrerían para graduarle la vista y ponerle unas gafas de miope que jamás volverá a quitarse en la vida. El niño considera sus gafas tan propias como un apéndice orgánico natural y, aunque fueron objeto de burla en alguna ocasión, desde entonces se convierten en algo fundamental, casi psicológico: tener gafas es una característica que comparte con su padre y, de alguna manera, le identifica con él. Ninguno de los dos se desprendería nunca de esas prótesis oculares.
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